6.3.08

Violencia, el apellido matrimonial de David Cronenberg

La ruleta rusa con acento londinense Sergio Raúl López En la educación básica, todo alumno o educando –así suelen llamarlos desde hace muchos sexenios las burocracias de la SEP– anhela con ganarse, de vez en cuando, una estrellita en la frente. Sonriente y correlón, el infante se encontrará con uno de sus primeros reconocimientos sociales y públicos y lo presumirá por pasillos y aulas, portando con orgullo tal distinción. Lamentablemente, con el correr de los años esa alma fresca y lozana acabará por anhelar, ya no una estampita de brillantes tonos metálicos adherida con saliva, sino una luminaria del Canal de las Estrellas o una dorada insignia en el paseo de las estrellas de Hollywood. O, si se nació en alguna desolada aldea de la ex Unión Soviética, se deseará una estrella tatuada en los pechos y rodillas como tabla de salvación que unirá al portador, por el resto de su existencia, a la mafia rusa, que extiende sus tentáculos en una amplia red internacional. Al fin y al cabo, para el ojo occidental, lo rusos son aquellos extraños seres emergidos del túnel de la historia llamado comunismo y que dejaron de ser, de la noche a la mañana, la potencia enemiga del occidente democrático –que ahora debiéramos bautizar con mayor propiedad como neoliberalismo económico salvaje– para convertirse en una más de las naciones en permanente crisis, envuelta en la corrupción y aislada de los milagros económicos que ocurren a aquellas naciones atrasadas que coincidentemente han abrazado las recetas económicas del Banco Mundial. Es decir, de exportador masivo de emigrantes empobrecidos hacia tierras con mayores bonanzas económicas. Pero la nostalgia por mirar al enemigo atómico en aquellos ortodoxos que escriben en caracteres cirílicos y toman vodka con la misma fruición con que en el primer mundo se toma agua embotellada Evian, fue demasiado grande. Y por tanto, el mundo del cine y la televisión hurgaron con frenesí para acabar hallando en la mafia rusa, en los temibles ex agentes de la KGB, en sus bellísimas e insensibles prostitutas y demás inmigrantes de la Europa oriental, a ese eterno enemigo redivivo. Y el tema, desde entonces, se ha repetido frecuentemente en las pantallas de libre circulación por todo el globo. Ahora los mafiosos rusos y, por extensión, toda la comunidad de inmigrantes radicada en las ínsulas de la Gran Bretaña, son el motivo conductor para la reciente producción de uno de los grandes amantes de la gran violencia fílmica y de la complejidad humana contemporánea, David Cronenberg. Se supone –el propio Michael Moore lo jura y perjura en el documental bañado del dorado relumbrón del Oscar Masacre en Columbine (2003)– que los canadienses son personas pacíficas, trabajadoras y amables. Pero el cineasta, nacido y graduado en Toronto ha conseguido marcar su carrera con producciones estrafalarias y plenas de crueldad a plena pantalla como ocurre en Los gemelos de la muerte (Dead Ringers, 1988) en la que un Jeremy Irons convertido en un par de gemelos ginecólogos se dedican a ingerir cocteles de drogas farmacéuticas y a inventar terroríficos aparatos de cirugía para torturar mujeres, en Crash, extraños placeres (Crash, 1996) cuyos personajes sólo alcanzan el clímax orgásmico entre cicatrices y accidentes automovilísticos, o incluso en Spider (2002) en la que un esquizofrénico con amnesia va recuperando los escenarios del inconfesable crimen perpetrado. Pero en Promesas incumplidas (Eastern promises, 2007, que en honor a la congruencia sus distribuidores debieron haber nombrado Promesas de Oriente), el cineasta se enfoca justo a esa doble moral del mafioso ruso –de una sociedad llamada vory v zakone– enquistado en la sociedad como dueño de un restaurante y salón de fiestas para la comunidad de emigrantes de su tierra, al tiempo que realiza oscuros negocios conectados, incluso, con las zonas del supuesto terrorismo internacional –aunque palabras como talibán o Bin Laden ya no asusten, de tan repetidas– como Afganistán. Una circunstancia paradójica, y por tanto irresuelta, cuyo equilibrio es roto por una sencilla enfermera –símbolo cinematográfico de la solidaridad desprendida, de la bondad anónima– de ascendencia rusa, que desea preservar el cuaderno de memorias de una heroinómana que murió en su hospital al dar a luz sólo para que el bebé la conozca al menos de ese modo en el futuro. Naomi Watts encarna el recurrente lugar común de la ingenuidad unido a la belleza y enfrentará la maldad absoluta, pero bajo la óptica cronenbergiana, en que la compleja red psicológica humana suele presentar retruécanos y rasgos ocultos en todos los personajes, simplemente al cruzarse en el camino con la cabeza del clan, representado por un tranquilo, frío y finalmente despiadado Armin Mueller-Stahl. Su violencia, desencadenada por una simple palabra o por meros gestos amenazantes, contrasta con los alocados exabruptos, con los neuróticos arranques de su hijo, Vincent Cassel, encarnación de la violencia desaforada que devendrá en piedad al reconocerse como frecuente víctima más que victimario. De nuevo las paradojas magistrales. En el medio de los dos transitará el chofer, un Viggo Mortensen de impasible y serena crueldad acompañado a perpetuidad de un cigarrillo a la James Dean. Mirar en la pantalla los navajazos que dos sicarios le propinan al sorprenderlo desnudo en el inmaculado piso de un sauna resulta escalofriante y ciertamente muchas de sus admiradoras no dejan pasar la oportunidad para contemplar con deseo el delgado cuerpo del actor neoyorquino –con ascendencia danesa y radicado en Argentina y Venezuela durante su niñez– y rememorar a medias al heroico e invencible Aragorn, el rey montaraz de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, 2000-2003) sin preocuparse demasiado por su piel retacada de tatuajes relatando un oscuro y descastado pasado, ni la razón por la que el héroe al que trolls, orcos, magos y demás criaturas malignas jamás lograron dañar en la fantasiosa serie de Tolkien, ahora se mire tan endeble frente a la venganza de los sicarios de otra alianza rusa. Sus productores anuncian tal conjunto de tomas como “Una de las escenas de pelea más electrificantes de la historia moderna del cine”. En efecto, no tengo noticia de alguna más violenta que haya sido filmada en la historia antigua del cine –quizás la cruel brevedad del beso que se miraba en el kinetoscopio de Edison o la cortedad de los sueldos de los obreros que salían de la fábrica de papá Lumiére–, pero en la contemporánea es posible enumerar una gran cantidad de ellas, especialmente al tener presente al cine japonés –y asiático en general–, donde no se andan con miramientos a la hora de juguetear con la tortura y los límites de la destrucción. En el cine occidental –desde Tarantino hasta Stallone, quizás con la excepción de Lynch– la crueldad encuentra su gran barrera en la culpa judeocristiana, en lo moralmente correcto. El oriente actual, de raigambre budista, no tiene esos miramientos a la hora de imaginar escenas sangrientas. Por ello y de manera idéntica a su anterior largometraje, Una historia violenta (A History of Violence, 2005), protagonizado por el mismo Mortensen –un atento paterfamilias que se oculta de sí mismo y de su terrible pasado criminal, pero en una pequeña ciudad estadounidense y no en Londres– el héroe resulta verdugo, deviene en justiciero ángel de la muerte que emplea las mismas armas del mal para enfrentársele. En ambos, el hombre, callado y calmo encarna también la posibilidad de una poderosa violencia potencial. Su silencio es más peligroso, por tanto, que los aspavientos del resto de quienes intervienen en la complicada trama con actitudes mucho más abiertas y expuestas. Es el acto de bondad de la enfermera, en su afán de obrar con corrección ética, la que dispara la violencia incluso contra su propia vida rutinaria e insatisfecha. Claro que estos rusos y todo el malévolo imaginario de Cronenberg resultan endebles comparados con la realidad. Con los bombazos perpetrados en Londres, con los abusos contra civiles de medio oriente. Pero tampoco se comparan con los descabezados, desmembrados y torturados de la innecesaria cuanto mentirosa guerra contra el narcotráfico. Pues la maldad humana, lamentablemente, se encuentra mucho más a flor de piel y a la luz del día de lo que el cine está dispuesto a filmar. ¿Qué pasaría si, por mero afán de ejemplificar, Takashi Miike se inspirara en la violencia mexicana contemporánea? Promesas incumplidas (Eastern Promises, Reino Unido-Canadá, 2007) de David Cronenberg. Con Viggo Mortensen, Naomi Watts, Vincent Cassel y Armin Mueller-Stahl. 96 minutos. Estrenada en el Festival Internacional de Cine Contemporáneo de la Ciudad de México.