1.8.13

Zacatecas, veinte años atrás

Periodismo cultural
Un cuarto de siglo / IV.
¿Para qué? ¿Por qué? ¿Para quién?


Zacatecas, veinte años atrás
Sergio Raúl López
Jueves, 1 de agosto de 2013


Catedral de Nuestra Señora 
de la Asunción de Zacatecas. Foto: Sergio Raúl López.
Época de Semana Santa en Zacatecas, ciudad virreinal repleta de turistas regulares; pero, también, de los religiosos -que suelen realizar una nutrida procesión piadosa los Viernes de Dolores-, un contexto en que el festival cultural local no lograba la mayor de las atenciones. Era apenas 1993 y la espectacular y costosa contratación de figuras internacionales que ocurriría década y media más tarde -entre los que se cuentan Bob Dylan, Eddie Palmieri, José Carreras, eran aún un tipo de lujos que sólo el Cervantino podía darse-, resultaba inimaginable. Había, cierto, una programación mayoritariamente repleta de actividades con artistas residentes en México. Menos relumbrón y pátina intelectual, pero mucha diversidad.

Hubo, incluso, un espacio para el periodismo cultural. Una mesa de mediodía integrada por editores especializados provenientes de la Ciudad de México. Un combate ideológico, ético y de convicciones entre Paco Ignacio Taibo I, cabeza de la sección cultural en El Universal; Braulio Peralta, proveniente de La Jornada, y, claro está, Víctor Roura, quien ya tenía cinco años dirigiendo las páginas de cultura en EL FINANCIERO, para ese entonces la más combativa, repleta de ideas, buenas plumas y dueña de un ámbito libertario ejemplar, en el que probablemente era el diario capitalino de mayor influencia nacional. Evidentemente, la discusión subió de tono y las posturas iban desnudándose. El desenfado, apertura y crítica permanentes de Roura, pienso ahora, unió al otro par de editores en su contra, pues sus disparos certeros habían logrado ponerlos a la defensiva.

Para un imberbe aspirante a periodista cultural como yo lo era, la experiencia fue altamente formativa. Ya lo había sido el viaje en sí y la estancia misma en la sala de prensa -sólo acreditado a medias, sin hospedaje ni alimentos, sólo con una pequeña credencial de acceso- repleta de enviados, constituía una escuela viva, en movimiento, sobre todo dados los pobrísimos, cuando no nulos, ejercicios periodísticos usuales en Toluca, mi ciudad natal. Más aún cuando corroboré, en piel propia, la emblemática apertura de Roura para con su sección. Antes que yo siquiera lo esperara -luego que que la noche anterior una golpiza judicial irracional y gratuita, impune por tanto, llamara la atención hacia mi persona-, me abordó para invitarme a enviar textos para la sección, sobre todo si se trataba de noticias de los estados y de mi localidad. Tras mi supina insistencia y algunos meses más tarde, logré publicar mi primera colaboración en la sección. E, intermitentemente, claro está, ahí he continuado y se han fincado mis afectos para esas páginas culturales.

Algo del gozo puro por el periodismo cultural, pienso ahora, ya comenzaba a craquelarse desde entonces. El ámbito de este oficio ha ido mutando irremediablemente. Mudando sus afanes y objetivos. Y aunque las mesas de discusión se multipliquen y su práctica se discuta y estudie cada vez más, el ejercicio del mismo, paradójicamente, se ha ido descalcificando, perdiendo esa aura entre ingenua y crédula, extraviando sus intentos por reflexionar sobre el arte y en torno al hecho cultural por el puro gusto de hacerlo. La discusión misma se ha suavizado. La reducción de espacios impresos, radiofónicos y televisivos es una tara aceptada casi universalmente. Lo mismo que la superflua e inofensiva manera de informar, tan acrítica, tan sobajada, tan bocabajeada. Con sueldos obreriles y tratos indignos, pareciera que los espacios otorgados a cuentagotas y la nula importancia otorgada a estos contenidos fueran fruto de una actitud condescendiente y perdonavidas en las redacciones. Y que la eterna sumisión rencorosa hacia el funcionariato cultural significara, simplemente, el callado anhelo por poseer los privilegios de aquella clase política. Lo mismo que la admiración perpetua para con los creadores, sin la exigencia ni la necesidad de entender su discurso estético ni su calidad artística. Como si el periodista cultural fuese simple bocina magnificadora de todo -principalmente de los dictados institucionales, estatales- y no un ente crítico, en aprendizaje permanente, en desarrollo tanto de conocimiento como de técnica. Un relator de su sociedad con la dignidad que ello implica.

Hace 20 años que encuentro, en estas páginas, refugio y solidaridad, la complicidad permanente por esa vieja actitud, escasa ya en otros lares, del deslumbramiento y el amor por la cultura toda, esa que no se decide en las élites ni que ignora al país entero. La que nos conforma como nación. Y eso se celebra, se agradece.

Este texto se publicó originalmente en la sección de Cultura del diario El Financiero, el jueves primero de agosto de 2013.  Puede encontrarse en el ENLACE.